En cuanto apareció la aurora,
subió un negro nubarrón desde el fondo del cielo.
Adad tronaba en su seno.
Sulat y Hanús iban delante de él.
Nergal arrancó las barras (de las esclusas);
Ninurta lo acompañaba derribando los diques.
Los Annunaqui levantaron sus antorchas,
incendiando la tierra con sus resplandores.
La cólera de Adad alcanzó hasta los cielos,
cambiando en tiniebla lo que era luz...
Durante todo un día sopló la tormenta.
Soplaba veloz, sumergiendo las montañas,
abatiéndose sobre los hombres como una batala:
nadie veía ya a su hermano,
nadie reconocía a nadie ya bajo los cielos.
Los dioses quedaron aterrados por el Diluvio.
Huyeron, y subieron hasta el cielo de Anú.
Los dioses, acurrucados como perros,
se agazaparon contra el muro de circunvalación.
Istar gritaba como una mujer en dolores de parto;
la Señora de los dioses, de bella voz, clamaba:
"¡Ay! ¡En lodo se han transformado los días de antaño!"
En Pierre Grelot, Introducción a los Libros Sagrados, Buenos Aires, Editorial Stella, 1965
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