Raiz


Lo que antiguamente llegó a la unidad:
El cielo, en su unidad, obtiene la claridad.
La tierra, en su unidad, se torna quieta.
Los espíritus, en su unidad, se hacen poderosos.
El valle, en su unidad, se vuelve lleno.
Todos los seres, en su unidad, se reproducen.
Los príncipes y los soberanos,
en su unidad, pueden gobernar el mundo.
Si el cielo no fuera claro, se descompondría.
Si la tierra no fuera estable, se derrumbaría.
Si los espíritus no fueran poderosos, perecerían.
Si el valle no fuera pleno, desaparecería
Si los seres no se procrearan, se extinguirían.
Si los príncipes y reyes no destacasen,
perderían el gobierno.
Así, la nobleza tiene su raíz en la vileza.
Lo alto tiene por fundamento lo bajo.
Por esto los soberanos se llaman a sí mismos
«el huérfano», «el indigno», «el pobre».
¿No es esto considerar al humilde como su raíz?
El honor máximo es de aquel que no lo pretende.
No se debe preferir ser como el jade,
sino como el más vulgar guijarro.

Tao Te King, capítulo 39
Versión Feng

Jikininki


Una vez, Musõ Kokushi, sacerdote de la secta zen que viajaba solo por la provincia de Mino, se perdió en una comarca montañosa donde no había nadie que lo guiara. Erró sin rumbo durante largo tiempo; y ya desesperaba de hallar refugio durante la noche, cuando vislumbró, en lo alto de una colina iluminada por los últimos rayos del sol, una de esas pequeñas ermitas llamadas anjitsu, que suelen construir los monjes solitarios. Aunque parecía estar derruida, Musõ se apresuró a acercarse a ella; descubrió que la habitaba un anciano monje, a quien rogó que le concediera alojamiento por esa noche. El anciano rehusó con hosquedad, pero le indicó a Musõ la situación de una aldea, en un valle próximo, donde hallaría alojamiento y comida.

Musõ se encaminó hacia la aldea, compuesta por menos de una docena de granjas; el jefe del villorrio lo recibió en su casa con suma afabilidad. A la llegada de Musõ había cuarenta o cincuenta personas reunidas en el aposento principal; a él lo guiaron hasta un cuarto pequeño y apartado, donde pronto le ofrecieron cama y alimento. Vencido por la fatiga, Musõ se acostó muy temprano; pero poco antes de medianoche su sueño se vio interrumpido por un llanto que provenía del aposento contiguo. Deslizáronse entonces las puertas correderas; y un joven, que llevaba una lámpara encendida, entró al cuarto, lo saludó con una reverencia y le dijo:

—Venerable señor, es mi penoso deber informaros que ahora soy el responsable de esta casa. Ayer no era sino el hijo mayor. Pero cuando vos llegasteis aquí, vencido por la fatiga, no queríamos incomodaros de ningún modo: no os anunciamos, pues, que mi padre había muerto hacía apenas unas horas. Aquellos a quienes visteis reunidos en el aposento contiguo son los habitantes de esta aldea; se han congregado aquí para rendirle al muerto un póstumo homenaje; y pronto se marcharán a otra aldea que dista tres millas de aquí, pues nuestra costumbre nos prohíbe permanecer en la aldea la noche que sucede a la muerte de alguien. Hacemos nuestras ofrendas, elevamos nuestras plegarias, y luego nos retiramos, dejando solo al cadáver. En la casa donde queda el cadáver suelen suceder cosas extrañas: pensamos, pues, que sería mejor que nos acompañarais. En la otra aldea hallaréis buen alojamiento. Aunque, quizá, siendo un sacerdote, no temáis a los demonios y a los espíritus malignos; y, si no os inquieta quedaros solo con el muerto, sois bienvenido a nuestro humilde hogar. No obstante, debo advertiros que nadie, salvo un sacerdote, se atrevería a pernoctar aquí.

Musõ respondió:

—Vuestras cordiales intenciones, así como vuestra generosa hospitalidad, merecen mi más profunda gratitud. Pero lamento que no me hayáis anunciado la muerte de vuestro padre en cuanto llegué, pues, aunque estaba algo fatigado, por cierto que no lo estaba al punto de hallar dificultades en cumplir con mis deberes sacerdotales. Si me lo hubierais dicho, habría administrado el servicio antes de que todos partieran. Así las cosas, lo administraré una vez que os retiréis, y permaneceré con el cuerpo hasta la mañana. Ignoro a qué os referís al mencionar el peligro que entraña quedarse aquí a solas; pero no temo a demonios ni espectros: os ruego, por tanto, que no abriguéis temor alguno por mi persona.

Estas declaraciones parecieron regocijar al joven, quien manifestó su gratitud con las palabras pertinentes. Después, los otros miembros de la familia así como los aldeanos reunidos en el aposento contiguo, enterados de las promesas del sacerdote, acudieron a darle las gracias, y luego dijo el dueño de la casa:

—Ahora, venerable señor, aunque mucho deploremos dejaros a solas, debemos despedirnos. Las normas de nuestra aldea nos impiden quedarnos aquí después de medianoche. Os imploramos, amable señor, que en todo punto cuidéis de vuestro honorable cuerpo mientras no estemos aquí para serviros. Y si acaso oyerais o escucharais algo extraño durante nuestra ausencia, no olvidéis referírnoslo cuando regresemos por la mañana.

Todos dejaron la casa salvo el sacerdote, quien se dirigió al aposento donde yacía el cadáver. Habían depositado ante éste las habituales ofrendas; ardía un tõmyõ, una pequeña lámpara budista. El sacerdote recitó las correspondientes plegarias, ejecutó las ceremonias fúnebres, y entró luego en profunda meditación. Así permaneció durante varias horas; ni un sonido alteró la paz de la aldea desierta. Pero en lo más hondo de la nocturna quietud, una Forma, vaga y de gran tamaño, entró sigilosamente; y en ese mismo instante Musõ se vio privado del habla y el movimiento. Vio que la Forma se apoderaba del cadáver, como si tuviera manos, y lo devoraba con más rapidez que un gato al comer una rata; comenzó por la cabeza y luego prosiguió por partes: el pelo, los huesos y aun el sudario. Y esa Criatura monstruosa, tras consumir el cadáver, se volvió hacia las ofrendas y también las devoró. Luego se fue tan misteriosamente como había venido.

Los aldeanos, al regresar por la mañana, hallaron al sacerdote ante las puertas de la casa. Todos lo saludaron; y al entrar y mirar en torno, nadie expresó sorpresa alguna ante la desaparición del cadáver y las ofrendas. Pero el dueño de la casa le dijo a Musõ:

—Venerable señor, acaso hayáis visto cosas desagradables durante vuestra estancia: temimos todos por vos. Pero ahora nos place hallaros sano y salvo. De buena gana nos habríamos quedado, de haber sido posible. Pero las leyes de nuestra aldea, según os informé anoche, nos ordenan abandonar las casas después de un fallecimiento y dejar el cadáver a solas. Cada vez que se infringió esta ley, sobrevino una enorme desgracia. Cada vez que se la obedece, hallamos que el cadáver y las ofrendas desaparecen durante nuestra ausencia. Acaso hayáis visto la causa.

Entonces Musõ le habló de la Forma tenue y horrible que había entrado en la cámara mortuoria para devorar el cuerpo y las ofrendas. A nadie pareció sorprender esta narración; y el dueño de la casa señaló:

—Lo que nos acabáis de referir, venerable señor, coincide con cuanto se ha dicho al respecto desde antiguo.

Musõ entonces preguntó:

—¿El monje de la colina no suele realizar los servicios fúnebres para vuestros muertos?

—¿Qué monje? —preguntó el joven.

—El monje que ayer por la noche me indicó esta aldea —responció Musõ—. Llegué hasta su anjitsu, que está en la colina. Rehusó alojarme, pero me dijo cómo llegar aquí.

Todos se miraron entre sí con expresión atónita; y, tras un instante de silencio, el dueño de la casa declaró:

—Venerable señor, en la colina no hay monje ni anjitsu alguno. Hace muchas generaciones que ningún monje reside en esta comarca.

Musõ no dijo nada más al respecto, pues era evidente que sus amables anfitriones lo juzgaban víctima de alguna ilusión sobrenatural. Pero en cuanto se despidió, no sin procurarse la información necesaria para proseguir su camino, decidió buscar la ermita de la colina para confirmar si había sufrido o no un engaño. Halló el anjitsu sin dificultad; y esta vez el anciano lo invitó a acompañarlo. En cuanto Musõ entró, el eremita hizo una humilde reverencia y exclamó:

—¡Ah! ¿Vergüenza de mí… ! ¿Gran vergüenza sobre mí… ! ¡Terrible vergüenza sobre mí!

—No debéis avergonzaros por haberme negado alojamiento —dijo Musõ—. Me indicasteis la aldea vecina, donde fui recibido con suma amabilidad; y os agradezco ese favor.

—A nadie puedo ofrecer alojamiento —respondió el recluso—, y no es mi negación lo que me avergüenza. Me avergüenza que me hayáis visto en mi verdadera forma… pues fui yo quien devoró el cadáver y las ofrendas ante vuestros propios ojos… Sabed, venerable señor, que soy un jikininki[1], un devorador de carne humana. Compadecedme y permitidme confesar la secreta falta que me redujo a esta condición.

“Hace mucho, mucho tiempo, yo era sacerdote en esta desolada región. No había otro sacerdote en leguas a la redonda. De modo que, en esa época, los montañeses solían traer aquí los cuerpos de los que habían muerto (a veces desde parajes distantes) para que yo cumpliera con los servicios sagrados. Pero yo no cumplía estos servicios y no realizaba los ritos sino por afán de lucro; sólo pensaba en la comida y las vestimentas que podía obtener mediante mi sacra profesión. Y a causa de este impío egoísmo volví a nacer, inmediatamente después de mi muerte, como jikininki. Desde entonces estoy obligado a alimentarme de los cadáveres de la gente que muere en esta comarca: a todos debo devorarlos del modo que anoche presenciasteis… Ahora, venerable señor, permitidme que os ruegue que realicéis un sacrificio Ségaki para mí: ayudadme mediante vuestras plegarias, os lo imploro, para que no tarde en liberarme de esta espantosa existencia… ”

En cuanto el eremita hizo esta solicitud desapareció; y también desapareció la ermita, en el mismo instante. Y Musõ Kokushi se halló a solas, de rodillas en el pastizal, junto a un sepulcro antiguo y enmohecido, con la forma que llaman go—rin—ishi[2], que parecía ser la tumba de un sacerdote.


[1] Literalmente, duende devorador de hombres. El narrador japonés también da el vocablo sánscrito, Râkshasa; pero esta palabra es tan vaga como jikininki, pues hay muchas variedades de Râkshasas. Aparentemente la palabra jikininki aquí significa uno de los Bara-mon-Rasetsu-Gaki, que conforman las veintiséis clases de pretas enumeradas en los antiguos libros budistas (N. del A.)

[2] Literalmente, “piedra de cinco círculos (o cinco zonas)”, monumento funerario que consiste en cinco partes superpuestas -cada una de diversa forma-, que simbolizan los cinco elementos místicos: el Éter, el Aire, el Fuego, el Agua, la Tierra (N. del A.)


En Kwaidan: Cuentos fantásticos del Japón
Recopilación de Lafcadio Hearn

El hijo de María, en la gruta


XIX 1. Y he aquí que una mujer descendió de la montaña, y me preguntó: ¿Dónde vas? Y yo repuse: En busca de una partera judía. Y ella me interrogó: ¿Eres de la raza de Israel? Y yo le contesté: Sí. Y ella replicó: ¿Quién es la mujer que pare en la gruta? Y yo le dije: Es mi desposada. Y ella me dijo: ¿No es tu esposa? Y yo le dije: Es María, educada en el templo del Señor, y que se me dio por mujer, pero sin serlo, pues ha concebido del Espíritu Santo. Y la partera le dijo: ¿Es verdad lo que me cuentas? Y José le dijo: Ven a verlo. Y la partera siguió.

2. Y llegaron al lugar en que estaba la gruta, y he aquí que una nube luminosa la cubría. Y la partera exclamó: Mi alma ha sido exaltada en este día, porque mis ojos han visto prodigios anunciadores de que un Salvador le ha nacido a Israel. Y la nube se retiró en seguida de la gruta, y apareció en ella una luz tan grande, que nuestros ojos no podían soportarla. Y esta luz disminuyó poco a poco, hasta que el niño apareció, y tomó el pecho de su madre María. Y la partera exclamó: Gran día es hoy para mí, porque he visto un espectáculo nuevo.

3. Y la partera salió de la gruta, y encontró a Salomé, y le dijo: Salomé, Salomé, voy a contarte la maravilla extraordinaria, presenciada por mí, de una virgen que ha parido de un modo contrario a la naturaleza. Y Salomé repuso: Por la vida del Señor mi Dios, que, si no pongo mi dedo en su vientre, y lo escruto, no creeré que una virgen haya parido.

XX 1.Y la comadrona entró, y dijo a María: Disponte a dejar que ésta haga algo contigo, porque no es un debate insignificante el que ambas hemos entablado a cuenta tuya. Y Salomé, firme en verificar su comprobación, puso su dedo en el vientre de María, después de lo cual lanzó un alarido, exclamando: Castigada es mi incredulidad impía, porque he tentado al Dios viviente, y he aquí que mi mano es consumida por el fuego, y de mí se separa.

2. Y se arrodilló ante el Señor, diciendo: ¡Oh Dios de mis padres, acuérdate de que pertenezco a la raza de Abraham, de Isaac y de Jacob! No me des en espectáculo a los hijos de Israel, y devuélveme a mis pobres, porque bien sabes, Señor, que en tu nombre les prestaba mis cuidados, y que mi salario lo recibía de ti.

3. Y he aquí que un ángel del Señor se le apareció, diciendo: Salomé, Salomé, el Señor ha atendido tu súplica. Aproxímate al niño, tómalo en tus brazos, y él será para ti salud y alegría.

4. Y Salomé se acercó al recién nacido, y lo incorporó, diciendo: Quiero prosternarme ante él, porque un gran rey ha nacido para Israel. E inmediatamente fue curada, y salió justificada de la gruta. Y se dejó oír una voz, que decía: Salomé, Salomé, no publiques los prodigios que has visto, antes de que el niño haya entrado en Jerusalén.


Historia de la infancia de Jesús según santo Tomás

Más allá del reino


El maestro San-hu, Meng-tzu Fan, y el maestro Ch’in-chang se preguntaron: 

—¿Quién puede unirse a otros sin unirse a otros? ¿Quién puede hacer con los otros sin hacer con los otros? ¿Quién puede trepar al cielo y vagar en las nieblas, andar por el infinito y olvidarse de la vida por siempre jamás? Los tres hombres se miraron y sonrieron. No había desacuerdo en sus corazones y entonces se hicieron amigos. 

Después de cierto tiempo sin que nada aconteciera, el maestro Sang-hu murió. Aún no había sido enterrado cuando Confucio se enteró de su muerte y envió a Tzu-kung para asistir al funeral. Cuando Tzu-kung llegó, encontró a uno de los amigos del muerto tejiendo marcos para gusanos de seda, mientras que el otro tocaba el laúd. Uniendo sus voces, cantaban esta canción:

¡Ah, Sang-hu! 
¡Ah, Sang-hu!
Has regresado a tu verdadera forma
Mientras nosotros seguimos siendo hombres. ¡Oh!

Tzu-kung se apresuró a su lado y les dijo: —¿Sería muy osado de mi parte preguntarles qué tipo de ceremonia es ésta de cantar en presencia del cadáver?

Los dos hombres se miraron entre sí y se largaron a reír. —¿Qué sabe este hombre del significado de las ceremonias? —dijeron. 

Tzu-kung regresó y le informó a Confucio de lo acontecido. —¿Qué tipo de hombres son éstos? —preguntó—. ¡No prestan atención a la conducta apropiada, se desentienden de la apariencia personal y, sin siquiera cambiar la expresión de sus rostros, cantan ante la presencia del propio cadáver! ¡No puedo ni encontrar un término para denominarlos! ¿Qué tipo de hombres son?

—Los hombres como ellos —dijo Confucio—. Vagan más allá del reino; los hombres como yo vagan dentro de él. El más allá y el aquí nunca pueden encontrarse. Fue tonto de mi parte enviarte a ofrecerles un pésame. Ellos ya se han unido al Creador como hombres que vagan en el único aliento del cielo y de la tierra. Ven a la vida como un tumor inflamado, una verruga protuberante, y a la muerte como el drenaje de una llaga o el estallido de un forúnculo. Para hombres como éstos, ¿cómo puede siquiera existir la posibilidad de poner a la vida en primer lugar y a la muerte en el último? Piden prestada las formas de criaturas diferentes y las alojan en el mismo cuerpo. Se olvidan del hígado y de la vejiga, ponen a un lado orejas y ojos, girando y  circulando, terminando y comenzando otra vez, sin pensar dónde comienzan o terminan. Deambulan ociosamente más allá del polvo y de la tierra; vagan libremente al servicio de la no-acción. ¿Por qué iban a apurarse y preocuparse acerca de las ceremonias del mundo vulgar y hacer un despliegue para los oídos y los ojos del rebaño común?

Tzu-kung dijo: — Entonces, maestro, ¿cómo es este “reino” al que te apegas?

Confucio dijo: —Yo soy uno de esos hombres castigados por el Cielo. De todas maneras, compartiré lo que tengo contigo.

—¿Puedo entonces preguntar acerca del reino? —dijo Tzu-kung.

Confucio dijo: — Los peces se esfuerzan en el agua, el hombre se esfuerza en el Tao. Para aquellos  que se esfuerzan en el agua, cava un estanque y encontrarán alimento suficiente. Para aquellos que se esfuerzan en el Tao, no te preocupes por ellos y sus vidas estarán seguras. Se dice entonces: los peces se olvidan unos de otros en los ríos y en los lagos, y los hombres se olvidan unos de otros en las artes del Tao.

Tzu-kung dijo: — ¿Puedo preguntar acerca del hombre singular?

—El hombre singular es singular en comparación con otros hombres, pero es compañero del Cielo. Entonces se dice: el hombre pequeño del Cielo es un caballero entre los hombres; el caballero entre los hombres es el hombre pequeño del Cielo.


Zhuang Zi, capítulo VI
Versión de Alex Ferrara