En seguida llegó el fin, la pérdida, la destrucción, la muerte de aquellos maniquíes, muñecos construidos de madera. Entonces fue hinchada la inundación por los Espíritus del Cielo, una gran inundación fue hecha: llegó por encima de las cabezas de aquellos maniquíes, muñecos construidos de madera. El tzité fue la carne del hombre: pero cuando por los Constructores, los Formadores, fue labrada la mujer, el sasafrás fue la carne de la mujer. Esto entró en ellos por la voluntad de los Constructores de los Formadores. Pero no pensaban, no hablaban ante los de la Construcción. Los de la Formación, sus Hacedores, sus Vivificadores. Y su muerte fue esto: fueron sumergidos; vino la inundación, vino del cielo una abundante resina. El llamado Cavador de Rostros vino a arrancarles los ojos: Murciélago de la Muerte, vino a cortarles la cabeza: Brujo-Pavo vino a comer su carne: Brujo-Búho vino a triturar, a romper sus huesos, sus nervios: fueron triturados, fueron pulverizados, en castigo de sus rostros, porque no habían pensado ante sus Madres, ante sus Padres, los Espíritus del Cielo llamados Maestros Gigantes. A causa de esto se oscureció la faz de la tierra, comenzó la lluvia tenebrosa, lluvia de día, lluvia de noche. Los animales pequeños, los animales grandes, llegaron: la madera, la piedra, manifestaron sus rostros. Sus piedras de moler metales, sus vajillas de barro, sus escudillas, sus ollas, sus perros, sus pavos, todos hablaron; todos, tantos cuantos había, manifestaron sus rostros. “Nos hicisteis daño, nos comisteis; os toca el turno; seréis sacrificados”, les dijeron sus perros, sus pavos. Y he aquí lo que les dijeron sus piedras de moler: “Teníamos cotidianamente queja de vosotros; cotidianamente, por la noche, al alba, siempre: «Descorteza, descorteza, rasga, rasga» sobre nuestras faces, por vosotros. He aquí, para comenzar, nuestro cargo a vuestra faz. Ahora que habéis cesado de ser hombres, probaréis nuestras fuerzas: amasaremos, morderemos, vuestra carne”, les dijeron sus piedras de moler. Y he aquí que hablando a su vez, sus perros les dijeron: “¿Por qué no nos dabais nuestro alimento? Desde que éramos vistos, nos perseguíais, nos echabais fuera: vuestro instrumento para golpearnos estaba listo mientras comíais. Entonces vosotros hablabais bien, nosotros no hablábamos. Sin ello no os mataríamos ahora. ¿Cómo no razonabais? ¿Cómo no pensabais en vosotros mismos? Somos nosotros quienes os borraremos de la haz de la tierra; ahora sufriréis los huesos de nuestras bocas, os comeremos”: así les dijeron sus perros, mostrando sus rostros. Y he aquí que a su vez sus ollas, sus vajillas de barro, les hablaron: “Daño, dolor, nos hicisteis, carbonizando nuestras bocas, carbonizando nuestras faces, poniéndonos siempre ante el fuego. Nos quemabais sin que nosotros pensáramos mal; vosotros lo sufriréis a vuestro turno, os quemaremos”, dijeron todas las ollas, manifestando sus faces. De igual manera las piedras del hogar encendieron fuertemente el fuego puesto cerca de sus cabezas, les hicieron daño. Empujándose los hombres corrieron, llenos de desesperación. Quisieron subir a sus mansiones, pero cayéndose, sus mansiones les hicieron caer. Quisieron subir a los árboles; los árboles los sacudieron a lo lejos. Quisieron entrar en los agujeros, pero los agujeros despreciaron a sus rostros. Tal fue la ruina de aquellos hombres construidos, de aquellos hombres formados, hombres para ser destruidos, hombres para ser aniquilados; sus bocas, sus rostros, fueron todos destruidos, aniquilados. Se dice que su posteridad son esos monos que viven actualmente en las selvas; éstos fueron su posteridad porque sólo madera había sido puesta en su carne por los Constructores, los Formadores. Por eso se parece al hombre ese mono, posteridad de una generación de hombres construidos, de hombres formados, pero que sólo eran maniquíes, muñecos construidos de madera.
Versión de Miguel Ángel Asturias y J. M. Gozález de Mendoza