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Meng Zi - Aire del día, aire de la noche


Meng Zi - Aire del día, aire de la noche

La montaña del Toro estuvo una vez cubierta de árboles. Pero está cerca de la capital de un gran estado. Vinieron los leñadores con sus hachas; cortaron los bosques derribándolos, y la montaña ha perdido su belleza. Aun así, el aire del día y el aire de la noche vinieron a ella, la lluvia y el rocío la mojaron. Aquí y allí empezaron a crecer brotes frescos. Pero pasaron por allí ganado y ovejas y se apacentaron con ellos, y al fin la montaña se volvió desolada y estéril, como es ahora. Y viéndola así desolada y estéril, la gente imagina que estuvo desarbolada desde el comienzo. Ahora bien, así como el estado natural de la montaña era muy diferente de lo que ahora parece, de igual modo también en cada hombre (aunque sea poco aparente) con seguridad hubo una vez sentimientos de decencia y bondad; y si estos sentimientos buenos no están allí más, es que se los apisonó, se los taló con hacha y podadera. Con cada día que amanece se los ataca nuevamente. ¿Qué mayor oportunidad que la montaña tiene nuestra naturaleza de mantener su belleza? Como a la montaña, hasta nosotros viene también el aire del día, el aire de la noche. En verdad, precisamente al amanecer, tenemos por un momento y en cierto grado una disposición de ánimo en la que nuestros impulsos y aversiones se acercan a ser los apropiados para los hombres. Pero es seguro que algo sucede antes que concluya la mañana, por lo que estos sentimientos mejores son controlados o quizá cabalmente destruidos. Y al final, cuando han sido controlados una y otra vez, el aire de la noche no es capaz más de preservarlos y pronto nuestros sentimientos son tan cercanos como pueden serlo a los de las bestias y las aves; de modo que cualquiera podría cometer el mismo error sobre nosotros como sobre la montaña, y pensar que nunca hubo en nosotros, desde el comienzo mismo, bien alguno. Pero, con seguridad, nuestro estado presente del sentimiento no es aquel con que empezamos.

Meng Zi, confuciano siglo III ac.
Versión de Arthur Waley