Un joven
monje declara: “El océano refleja la luz del sol, la de la luna, las sombras
movientes proyectadas por las nubes, una multitud de imágenes. Estas imágenes
sólo tocan su superficie, ninguna penetra en lo profundo. Así, la imagen de los
objetos que se reflejan en mis ojos no debe afectar mi espíritu.”
El maestro
señala: “He aquí una excelente disciplina, pero no se trata sólo de trazar
reglas de conducta. Meditad...”
Otro responde
a su condiscípulo. Habla lentamente, con Ja voz lejana de un soñador hablando
desde un sueño: “Si el océano —dice— bebiera todas las imágenes que se reflejan
en su superficie, tras absorberlas todas, ninguna podría ya turbar la pureza de
su claro espejo. Dejando que se sumerjan hasta el fondo del espíritu las
imágenes que se reflejan en los ojos, hasta que se hayan hundido allí todas las
formas, y sus sombras no oscurezcan ya la visión, se podrá ver más allá de
ellas.”
El maestro
permanece en silencio. Mira a los discípulos sentados ante él. Ninguno responde
a la muda invitación. Los que se callan han comprendido más o menos bien el
enigma del que han hablado los dos novicios. Y yo siento que ambos están lejos
de haberlo descifrado.
Alexandra
David-Neel - Iniciaciones e iniciados en el Tíbet
Traducción
de Estela Canto